Golpistas

Golpista, es el término que se ha convertido en el insulto de moda, desde hace hoy justo un año, en la política española. Hoy se cumplen 365 días desde que el Parlamento de Cataluña proclamó la Declaración Unilateral de Independencia, casi 9.000 horas de la aplicación del artículo 155 que suspendía el autogobierno, mas de 50.000 segundos del mayor disparate de la política española en casi 40 años.

Y un año después seguimos instalados en ese disparate. En Cataluña preside la Generalitat un friki, porque no encontraron a otro, y los responsables de la DUI están en la cárcel o huidos al extranjero. En Madrid, la corrupción provocó un cambio de gobierno, la izquierda sustituyó a la derecha en el poder, y los constitucionalistas que apelaban a la responsabilidad hace un año para aplicar juntos una medida inédita en democracia, ahora se cruzan insultos. Los que perdieron el gobierno y ahora son oposición, llaman golpistas a los que pidieron lealtad siendo oposición y hoy son gobierno.

Un año después entre los independentistas cunde la frustración. Torra y compañía han sido abucheados por los suyos, mientras el bloque se divide entre los caprichos de Puigdemont y las divergencias con ERC. Solo los presos, todavía en prisión preventiva y ya a espera de juicio, sirven de pegamento a un bloque separatista en descomposición. Solo una condena judicial severa podría recomponer un frente que un año después está más debilitado que nunca.

En Madrid las cosas no andan mucho mejor. La moción de censura se llevó por delante la unidad que era tan importante entre los constitucionalistas. El PP que demandaba responsabilidad, hoy llama golpista al presidente del gobierno por su nueva política de alianzas, mientras Ciudadanos, que se veía en Moncloa gracias al conflicto en Cataluña, trata de recuperar posiciones en un clima de enorme crispación. PP y Ciudadanos pelean por el discurso más duro con el fantasma de Vox en la nuca, mientras la debilidad parlamentaria lastra a un gobierno que depende de la responsabilidad de unos socios no siempre de fiar.

En este ambiente ha hecho furor el término golpista como descalificación política. En un país donde un golpe de estado provocó el mayor drama de su historia en el 36, y cuando todavía está fresco en la memoria el recuerdo del golpista Tejero entrando pistola en mano en Las Cortes, se está frivolizando con un término que habría que usar con tremendo cuidado. Igual sucede con el independentismo, agarrado a sus presos políticos como argumentario político, mientras se remueven en sus tumbas los cientos de miles de presos políticos de verdad que murieron en cárceles o en exilios reales durante la dictadura. En España ni hay presos políticos, ni se produjo un golpe de estado hace un año.

Nadie que estuviese en Cataluña en octubre pasado, puede afirmar sin avergonzarse, que allí se produjo una rebelión. Allí no vimos tanque alguno, ni una sola arma, solo toneladas de irresponsabilidad política, no hubo violencia, sino mentiras. Aunque algún dirigente político ha dicho en las últimas horas que “desgraciadamente” los golpes de estado ya no se dan con tanques, sino en los parlamentos, en los parlamentos democráticos se hace política, a veces buena y a veces mala, y la política nunca puede ser una rebelión cuando se practica con la palabra y no con pistolas. Yo no vi grupos violentos ni armados por las calles de Barcelona, sino muchos pakistaníes vendiendo botes de cerveza o banderas esteladas como souvenirs. No vi escaramuzas ni enfrentamientos, solo miles de personas en la Plaza San Jaume celebrando una farsa, una ilusión. No vi convoyes militares recorriendo avenidas, sino riadas de gente que se debatían entre la esperanza de un tiempo nuevo y la consumación de un fracaso. No vi nada parecido al golpe de Videla en Argentina, ni al de Pinochet en Chile, ni siquiera a la revolución de los claveles portuguesa, o las asonadas militares recientes en países como Tailandia. Ni siquiera es comparable a lo que se vivió en esas mismas calles en los años 30 por una deslealtad política similar.

Por ello calificar de golpe de estado lo sucedido hace un año en Cataluña es solo una irresponsable exageración, o una demencial estrategia política que solo busca el conflicto y no encontrar soluciones. Todavía seguimos sin entender que en Cataluña nadie va a vencer a nadie. Ni los dos millones de independentistas a los dos millones contrarios a la independencia, ni los que se consideran españoles a los que sólo se sienten catalanes. Por el camino del enfrentamiento pierden, perdemos todos, y hay quien todavía no se ha dado cuenta.

No son nuevas este tipo de exageraciones. Son habituales cuando el PP está en la oposición. Se produjeron a mediados de los 90 y tras el vuelco político del 11-M en 2004. Ahora no había un Francisco José Alcaraz al frente de las víctimas del terrorismo, y éstas se rebelaron ante el intento de Pablo Casado de utilizarlas en su estrategia de oposición al gobierno, y el nuevo líder de los populares ha encontrado en Cataluña su argumento para deslegitimar al ejecutivo, y a falta de muertos a cuya memoria traicionar como espetó Rajoy a Zapatero, pues ha tenido que responsabilizarle de lo que considera un golpe de estado por parte de aquellos cuyos votos necesita para mantener el poder. Votos que su partido aceptó para hacer presidenta del Congreso a Ana Pastor o para aprobar leyes como la reforma laboral. Además el PP en Cataluña, con solo 4 diputados, nada tiene que perder, con lo que como partido residual puede tirarse al monte.

Aquel 27 de octubre ¿se produjo una quiebra de la legalidad en Cataluña? es indudable, ¿se desobedecieron los mandatos del Tribunal Constitucional y a la propia Carta Magna? por supuesto que sí, y por ello tuvieron que huir Puigdemont y compañía, y Junqueras y parte del Govern están en prisión y van a ser juzgados por delitos como desobediencia, malversación o rebelión. No hay duda que la sociedad catalana se ha fracturado en este proceso y que hay problemas de convivencia, pero a pesar de esos episodios surrealistas como la guerra de los lazos amarillos, Cataluña no es el Ulster como algunos quieren vendernos, yo he visto más violencia en los alrededores de un campo de fútbol, más tensión en la puerta de una discoteca, que en las calles de Cataluña este año, donde lo habitual ha sido la normalidad, y lo excepcional los incidentes, completamente aislados. Sin embargo el debate está en torno a ese delito de rebelión, reservado hasta ahora a conspiraciones militares y violentas. Su recuperación no es más que la constatación del fracaso a la hora de afrontar la cuestión catalana durante un lustro, abandonada la política y dejando la responsabilidad a los jueces ante la falta de ideas de los gobiernos.

Pero si consideramos un golpe de estado, una rebelión, lo sucedido en Cataluña por desafiar el orden constitucional, habrá que considerar también un golpe de estado cuando no se respeta el artículo 47 de la Carta Magna y se venden a fondos buitres casas sociales cuando hay españoles que no tienen acceso a una vivienda digna y adecuada. Habrá que considerar golpistas a los que impiden que sea realidad el artículo 35 y los españoles tengan el derecho a trabajar y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades. Habrá que considerar golpistas a los que incumplen el artículo 50 que obliga a los poderes públicos a garantizar mediante pensiones adecuadas la suficiencia económica de la tercera edad. Habrá que considerar golpistas a quienes convierten en papel mojado el artículo 14 que dice que todos somos iguales ante la ley. Serán golpistas también los que gobiernan contra el artículo 40 que obliga a una distribución de la riqueza equitativa. Serán golpistas los que niegan tratamientos contra enfermedades como la hepatitis C y vulneran el artículo 41 que garantiza la asistencia y prestaciones suficientes en caso de necesidad. Serán golpistas los corruptos o los defraudadores que actúan contra el artículo 128 porque orientan la riqueza del país en beneficio propio en lugar del interés general. Serán golpistas todos los que conspiran para recentralizar el estado y desafiar el artículo 137 que organiza el país en Comunidades Autónomas con plena autonomía en la gestión de sus intereses. Serán golpistas los que bloquean la renovación de instituciones como el Tribunal Constitucional contraviniendo el artículo 159.

Hay demasiada gente en este país que cree que la Constitución empieza en el artículo uno y termina en el dos, y el resto sí puede ser papel mojado. Lo cierto es que mientras nuestros políticos se llaman golpistas se ha dejado de hablar de corrupción, de másteres y tesis, de privilegios, de hipotecas, de pobreza, de precariedad, de desigualdad. Y ahora todos conteniendo la respiración ante un juicio a los políticos independentistas que va a marcar el futuro de España. No son los políticos a los que votamos, sino los jueces, los que marcarán la política en los próximos meses constatando el mayor fracaso como país. Un juicio que los más radicales en Cataluña y Madrid están deseando que tenga condenas durísimas para poder volver al camino de la unilateralidad, del 155, del desafío, del enfrentamiento, del conflicto. Están deseando, no vaya a ser que se empiece a dialogar, esto se arregle y haya que empezar a trabajar por mejorar la vida de los ciudadanos.

Torra desencadenado

El presidente de la Generalitat Quim Torra se ha convertido en un desafío para las leyes de probabilidades. Aunque solo sea por azar un gobernante siempre tiene alguna posibilidad de acertar. Equivocarse siempre como le pasa a Torra lo convierte en un desafío hasta para las estadísticas.

El presidente de la Generalitat ha regresado al parlamento de Cataluña, cerrado durante casi tres meses por divergencias entre los independentistas, para lanzar un ultimátum al gobierno de Pedro Sánchez, para que ponga encima de la mesa una propuesta de referéndum de autodeterminación antes de noviembre si no quiere perder los apoyos parlamentarios de los nacionalistas catalanes en el Congreso de los Diputados.

Torra ha lanzado este ultimátum tras las conmemoraciones del primer aniversario del 1 de octubre. Un aniversario que empezó dando su apoyo a los Comités de Defensa de la República y terminó parando, hasta que no hubo más remedio, una carga de los Mossos contra los radicales que intentaban asaltar el Parlament.

Torra ha visto como por primera vez desde el inicio de este delirio denominado Procés, ha perdido el control de la calle. No pudo pronunciar el discurso que tenía preparado el lunes por la noche ante las puertas del Parlament, rodeado de las urnas usadas el 1 de octubre, por los abucheos y los gritos que pedían su dimisión y la de su conseller de interior Buch, tras las cargas del fin de semana contra los CDR que reventaban una manifestación de policías y guardias civiles de JUSAPOL, cuya fecha, también fue oportunamente elegida en estos tiempos en que abundan más los pirómanos que los bomberos.

Nunca antes desde el inicio del Procés, el gobierno de la Generalitat había sido el blanco de los independentistas más radicales. Un año después del referéndum y tras un aluvión de mentiras, la frustración parece hacer mella en aquellos a los que prometieron la República como la más bella quimera y solo ven enredo, parálisis y bloqueo.

Las asociaciones soberanistas como Omnium o la Asamblea Nacional Catalana ya dirigen su mirada a Torra como el responsable de no hacer efectiva la República. Al España no nos deja, se ha añadido el Torra no quiere, lo que es un salto cualitativo un año después de la DUI.

La fractura es evidente entre las fuerzas independentistas. Torra había consultado el aumento de la presión al gobierno central con sus socios de ERC, pero no habían acordado fecha alguna, por lo que la sorpresa fue evidente entre los republicanos cuando el president situó el ultimátum en noviembre.

Antes de esto, había sucedido algo muy significativo en la cámara catalana. El pleno había decidido no acatar la suspensión del Tribunal Supremo a los seis parlamentarios autonómicos procesados por rebelión, Puigdemont, Junqueras, Turull, Rull, Romeva y Sánchez. Pero al minuto siguiente aprobaba su sustitución, mantenían el acta pero delegaban sus funciones con el voto en contra de la CUP, en la enésima obra de teatro presenciada en Parlament, otra vez otro paripé. El expresidente Puigdemont además desde Bruselas filtraba a los suyos que él no piensa delegar nada, manteniendo un desafío que para el expresidente ya no es una cuestión política, sino de supervivencia, y que lastra a su partido y a Cataluña entera.

Torra lanzaba el ultimátum con la mayor división en años entre las filas independentistas. En el PDeCat cada vez más gente está harta de los caprichos de Puigdemont desde Waterloo. Las grietas entre los antiguos convergentes y ERC son más que evidentes, la imposibilidad de llegar a acuerdos ha mantenido casi 100 días cerrado el parlamento y ya hay voces que piden explorar un acuerdo de izquierdas con ERC, Podemos e incluso el PSC para sacar a Cataluña de la parálisis. Y la ruptura es total con la CUP, la única, que al no tener nada que perder, se mantiene fiel a los postulados de la unilateralidad y el conflicto abierto con el Estado.

Por todo esto Torra decidió dar un puntapié hacia adelante y plantear en un mes el ultimátum a Sànchez. Lo llamó ultimàtum, porque llamarlo «con Rajoy vivíamos mejor» sonaba feo. Torra añora esos días en que el president era una figura venerada y no abucheada, donde nadie le pedía dimisiones sino que le trataban como un mesías y en torno al cual todo el mundo cerraba filas y no se producían divisiones.

Torra ha llegado a ponerse en contra hasta a los Mossos, hartos de que aliente a los radicales para luego tener que enviarles a ellos a frenarlos, con dispositivos insuficientes y paralizado por el miedo y la incompetencia que se ha instalado en la presidencia de la Generalitat con Torra, que cuenta con un único aval, el de ser un hombre de Puigdemont.

Torra, rechazado por una masa independentista frustrada un año después, cuestionado dentro y fuera de su propio partido, incapaz de forjar acuerdos con unos socios de gobierno cada vez más divididos, y sin modelo alguno de gestión, ha decidido lanzarse a tumba abierta para relanzar un Procés que muestra sus primeros síntomas de agotamiento.

Su esperanza, la colaboración necesaria de PP y Ciudadanos para tumbar la voluntad de diálogo del nuevo gobierno y volver a los tiempos del 155, en que tan felices fueron esta generación de políticos independentistas, reforzados en su discurso victimista y represivo y sin necesidad de rendir cuentas de gestión alguna. Y sobre todo, pendientes del juicio a los presos independentistas, donde una condena por rebelión, obligaría a un adelanto electoral en Cataluña, donde la sentencia aglutinaría y obligaría a una candidatura separatista única, hoy por hoy imposible, con la que buscar una mayoría aún más amplia en el Parlament con la que resucitar la DUI y la República bajo el paraguas de la persecución judicial al independentismo y con los «mártires» condenados a 20 años, y la exaltación catalanista en máximos. A eso lo fía todo Torra.

Es el momento de la inteligencia y no de la sobreactuación, de la cabeza y no del corazón, de frenar impulsos y no exaltar sentimientos. El problema, que creo que hay demasiada gente que en realidad prefiere que nada se arregle, porque con un enemigo común se vive mejor