28A: la derrota de la hipérbole

Ocupa, felón, traidor, ilegítimo, traidor, manos manchadas de sangre, enemigo de España, bolivariano, golpista, terrorista, filoetarra… son algunas de las expresiones dedicadas a Pedro Sánchez por los tres partidos de derechas en los últimos meses. Este domingo los españoles han encargado formar gobierno al «felón» y le han entregado para hacerlo casi el mismo número de diputados a él solo que a las tres derechas.

El 28A ha sido sobre todo el triunfo de la resistencia y la estabilidad frente a la hipérbole y el bestialismo político. Los españoles han demostrado ser un pueblo con la suficiente madurez como para no tener que asustarles como a los niños con el coco o el hombre del saco, con discursos guerracivilistas de siglos pasados, agitando fantasmas vencidos cómo ETA, o exagerando con golpes de estado y traiciones.

Pedro Sánchez y el PSOE ha conseguido un triunfo incontestable basado en ser dique de contención ante una extrema derecha, que amenazaba con hacer tóxica la convivencia y radicalizar la política a niveles nunca vistos en nuestra democracia. Además los españoles han decidido darle varios caminos para formar gobierno restando poder de influencia al independentismo.

El éxito del PSOE es el éxito del sanchismo, un modo de entender la política basada en la resistencia y la supervivencia, cualidades imprescindibles en unos tiempos turbulentos y en permanente cambio. Hace solo dos años y medio abandonaba Ferraz expulsado por los suyos de la secretaría general y anoche devolvía la victoria a los socialistas 11 años después.

Los militantes socialistas han sido los que más claro han hablado en la noche electoral, «con Rivera, no», ha sido la frase más coreada en Ferraz. Sánchez tomaba nota del mensaje pero descartaba cordones sanitarios a ninguna fuerza política que respete la Constitución. Doce horas después de cerrar los colegios, el PSOE deja claro cuál será su preferencia. Un gobierno socialista en solitario, con Unidas Podemos como socio preferente, y apoyos puntuales.

Unidas Podemos mantiene su intención de formar un gobierno de coalición. Los de Pablo Iglesias han perdido la tercera posición, pero con una buena campaña han resistido y mantienen su poder de influencia y decisión. Los morados han mostrado su cara más moderada y responsable en campaña, por momentos han sido los que mayor responsabilidad y sentido de estado han demostrado.

Responsabilidad y sentido de estado deberán demostrar ahora las dos fuerzas de izquierdas, obligadas a entenderse y a colaborar. Con una participación histórica sería imperdonable que volviesen las luchas, las ambiciones y las divisiones de 2016. Los españoles quieres estabilidad y moderación, y socialistas y Podemos están obligados a dársela en un periodo en que en cuanto pasen las municipales y europeas habrá cuatro años sin citas electorales. Con retos transcendentes en el horizonte, la sentencia del Procés y la situación en Cataluña, un nuevo modelo de financiación autonómica, reducir la desigualdad con una fuerte agenda social, las pensiones, las incertidumbres económicas por las guerras comerciales y el Brexit, afrontarlo debe hacerse con un gobierno fuerte, con los mayores apoyos y la mayor tranquilidad posibles.

El otro gran vencedor de estas elecciones es Vox, es verdad que aspiraban a más, pero entrar con 24 diputados en el Parlamento es un síntoma de que algo grave está pasando en nuestra sociedad, como en la mayoría de los países europeos. Ahora hay cuatro años para demostrar si son flor de un día o se consolidan. Eso tendrá mucho que ver con no inflar sus propuestas trasnochadas, darles el tratamiento de partido residual que se han ganado y sobre todo que la derecha española haya aprendido la lección porque la victoria de la extrema derecha es haber contaminado el discurso de la derecha tradicional hasta fagocitarlo.

Esa es la principal razón de la debacle del PP. Pablo Casado erró la estrategia mimetizándose con la extrema derecha hasta el punto que el electorado no ha sabido distinguirlos. Casado decidió endurecer el discurso y el ideario del PP y se ha demostrado que fue un error. España no es un país de extremos y ha decidido enterrar para siempre el aznarismo que tanto daño ha hecho a este país. Si en Génova deciden ponerle la losa encima, podrán refundarse, si siguen echados al monte podrían caminar hacia su disolución. Casado cavó su propia tumba cuando abrió las puertas de su gobierno a Vox. Al revés, si hubiera descartado pacto alguno con la extrema derecha y deshechado sus apoyos, hubiera condenado a la irrelevancia a los de Abascal por inservibles, pero unió su llegada a la Moncloa a los ultras y ha sido su final. Movilizó como nunca al electorado de izquierda y le devoraron por la derecha.

El PP ha perdido toda su representación en Euskadi, ha sacado un diputado en Cataluña, ha perdido en feudos históricos como Valencia o Galicia. Ha perdido su carácter nacional y se ha desconectado de una ciudadanía que ha dejado de verles como parte de la solución, sino como un problema sin nada que aportar salvo banderas, mentiras y excusas.

Las grandes crisis pueden ser también grandes oportunidades. Quizás ha llegado el momento para que el PP afronte su propia transición, rompa con sus servidumbre y peajes del pasado y se convierta en la derecha moderna que España necesita. De lo contrario se irá disolviendo como un azucarillo en el café de la historia.

Ya Ciudadanos reivindica ese papel de líder de la oposición tras su ascenso en los comicios. La formación naranja tampoco ha visto cumplidas sus expectativas pero el hundimiento popular le entrega en bandeja la hegemonía de la derecha española que era otra de las batalla de éstas elecciones. Rivera también radicalizó su discurso y su indefinición le siguen penalizando cuando hace tan solo una año mostraba su perfil presidenciable. Ahora deberá volver a replantearse su estrategia, si mantener el tono duro y los cordones sanitarios a los socialistas o por el contrario muestra su perfil más colaborador en el nuevo tiempo que se abre. De acertar o no dependerá el futuro político de Ciudadanos y de Rivera. Si insiste en esa España uniforme y rígida, de banderas y 155, se equivocará como ha demostrado el ascenso de todos los nacionalismos periféricos.

Cataluña seguirá siendo la piedra en el zapato de la política española pero también las urnas han arrojado esperanza. ERC ha ganado con un PSC al alza, obligados también a entenderse si se quiere ofrecer una salida al problema catalán. La mejor noticia, que los catalanes pasan página de Puigdemont al que han condenado a la irrelevancia. Solo así Cataluña podrá pasar pagina y empezar a dibujar un nuevo horizonte. La sentencia del juicio del Procés, a la que seguirán unas casi seguras elecciones autonómicas, podrían alumbrar ese nuevo escenario que permita progresar hacia un nuevo entendimiento.

En Andalucía los socialistas se han sacado la espina de la victoria insuficiente del dos de diciembre y el gobierno de coalición de Juan Manuel Moreno sale tocado de las generales y en situación de extrema debilidad. Los socialistas andaluces llevan 24 diputados a Madrid y consiguen tantos votos como PP y Ciudadanos juntos y dos diputados más. Los naranjas dan el sorpasso a los populares mientras Vox resiste. Aunque el presidente andaluz no era casadista, el fiasco popular debilita un ejecutivo donde el vicepresidente gana ya en las urnas al presidente y donde la extrema derecha apretará con los presupuestos, conocedores de la relevancia de Andalucía en un momento en que los pronósticos no son buenos para el PP a la hora de mantener en mayo su poder autonómico.

Los españoles han hablado y han vuelto a demostrar que en los momentos claves no suelen equivocarse, en las encrucijadas históricas nunca fallan, han sufrido mucho para dar pasos atrás. Lo demostraron durante la transición y lo han vuelto a demostrar cuando ese tiempo agoniza y hay que relanzar ese proyecto con peligrosos enemigos dentro y fuera de nuestro país. Los españoles han vuelto a demostrar, acudiendo a las urnas como nunca en la historia, que el voto es el instrumento más poderoso que existe y que cuando este pueblo hace algo junto y unido es imparable. Ahora hace falta que los políticos aprendan esta lección para los próximos cuatro años y todos decidan trabajar juntos para avanzar y el que no quiera o no esté dispuesto, que se eche a un lado y al menos que no estorbe.

Votar en defensa propia

Siempre se ha dicho que no hay herramienta más poderosa que un voto. Solo ante la tumba y ante la urna todos los hombres y mujeres valen lo mismo, independientemente de su formación, su renta o su forma de pensar. El voto es la única herramienta que tenemos a nuestra disposición cada cuatro años para hacernos responsables del futuro y ajustar cuentas con quienes gobiernan.

En países con tan poca tradición democrática como España, donde históricamente nos han dejado votar poco, y cuando hemos votado no ha solido gustar y han corregido al pueblo a base de golpes de estado, matanzas y guerras, lógicamente asistimos a las urnas como si fuera una fiesta, es el mejor homenaje a nuestros mayores que entregaron sus vidas para hacer realidad la primera generación de españoles que haya nacido y muerto en democracia.

Pero hay momentos en que la democracia deja de ser una fiesta para convertirse en una encrucijada. En eso se han convertido las elecciones de este domingo en España. El país se juega el futuro al todo o nada. Decidimos si seguir construyendo o empezar a destruir. Asegurar esa primera generación de españoles nacidos y crecidos en libertad o ponerla en riesgo. Como aquel 15 de junio de 1977, España vive este domingo unos comicios que marcarán para siempre el futuro del país.

Hace 42 años, también había miedo a lo desconocido como lo hay hoy, pero los españoles dieron una lección aplastando con toneladas de esperanza y millones de metros cúbicos de ilusión a los que anhelaban seguir anclados en un pasado en blanco y negro, de uniformidad e imposiciones, a los que querían seguir viviendo del miedo del resto. Cuatro décadas después los españoles se sitúan en la misma encrucijada. Decidir si evolucionar un sistema político al que la última crisis ha llevado al límite de su resistencia o involucionar por el miedo y la incertidumbre.

Nadie puede quedarse en casa este domingo. Es tanto lo que nos jugamos que sería una irresponsabilidad que rozaría en lo temerario no votar. Hay que reventar las urnas de votos. Si los españoles no cogen las riendas de su futuro, otros lo decidirán por ellos y de nada valdrá lamentarse el lunes.

No podemos decir que no estamos avisados. El Reino Unido se desangra para poner en marcha un Brexit, que nadie creía que podría llegar, pero que está aquí como la principal amenaza para el bienestar de los británicos y de todos los europeos. Los que aquel 23 de junio de 2016 tuvieron pereza y no fueron a votar, o los que creían que su voto no iba a servir para nada, son igual de responsables que los que votaron a favor. ¿Qué pensará el votante de Carolina del Sur o Chicago que decidió no votar en noviembre de hace dos años y va camino de 800 días avergonzado por Donald Trump? Ellos son también responsables de las más de 8.000 mentiras en dos años de mandato, de los secuestros de pequeños migrantes para separarlos de sus padres en la frontera, de la inhumanidad y los muertos por incendiar la política mundial o salirse del acuerdo de venta de armas de la ONU este mismo fin de semana.

Cada voto cuenta y no hay ni uno solo que no sirva. Solo 6.000 votos hicieron posible en Finlandia que la socialdemocracia frenara a la extrema derecha. Si 6.000 finlandeses de hubiesen contagiado de la pereza de muchos votantes del Brexit, o de la indolencia de muchos estadounidenses que decidieron que Clinton tampoco les convencía y no votaron abriendo la puerta de La Casa Blanca a Trump, hoy los nazis gobernarían Finlandia. El pasado 31 de marzo el todopoderoso partido de Erdogan en Turquía perdió la alcaldía de Estambul por 215 votos, ¡215 votos! ¡En una ciudad como Estambul! ¡A Erdogan! Para que nos digan que el voto no vale.

A lo bueno nos acostumbramos rápido, y pensamos que la democracia, la paz o el bienestar son para siempre. Se nos olvida que a este país nunca le han regalado nada y lo conseguido ha sido a pico y pala, voto a voto, y del mismo modo, votando, debe ser defendido. Por eso es tan importante una participación masiva este domingo en los colegios electorales.

De la urnas, este 28 de abril, saldrá la España que afronte algunos de los mayores desafíos a los que ha tenido que hacer frente este país en siglos. Una desigualdad que nos consume tras una crisis económica que lo destrozó todo, un modelo productivo precarizado e injusto, la robotización creciente, el cambio climático, la resurrección de los nacionalismos y el fascismo, el Brexit, el reto migratorio, el terrorismo internacional, la globalización, el paso de los combustibles fósiles a las energías renovables, el reto demográfico, los nuevos modelos de familia, etc, etc. Como afrontar este nuevo mundo en permanente transformación es lo que nos jugamos en las próximas horas.

Y no da igual afrontarlo de una manera que de otra. Los españoles tenemos la obligación de decidir cómo queremos hacerlo. Por ello el voto es más importante que nunca. Sería imperdonable que por pereza, por indolencia, porque nadie me gusta, porque no me representan, porque el sistema no es perfecto, la gente se quede en casa y las urnas no doten al país de la estabilidad necesaria para afrontar unos retos tan trascendentes que decidirán qué tipo de sociedad seremos en las próximas décadas. Sería dramático que por no votar en masa este domingo, el lunes tengamos que lamentarnos de entregar la llave de la gobernabilidad a la extrema derecha que amenaza nuestra democracia o a los independentistas que amenazan la convivencia.

A ellos les interesa que se acuda a las urnas asustados, con miedo, porque España se rompe y se destruye, con odio hacia el que piensa diferente o haya nacido en otro territorio. Como en el 77, el voto vuelve a ser el único mecanismo de defensa para que los apóstoles del desastre, los vendedores del Apocalipsis, los nuevos fascistas, los xenófobos y racistas, supremacistas y manipuladores salgan derrotados. Nunca ha dado buenos resultados votar desde las entrañas, los sobres en las urnas se depositan con las manos pero empujadas por el corazón y el cerebro. Como en el 77, hay que votar contra el miedo y contra el odio. Votar para construir y no para destruir. Votar para avanzar y no para retroceder. Votar para ser más fuertes como sociedad y no para debilitarnos como pueblo. Votar para ganar al futuro y derrotar a la nostalgia del pasado.

El voto es más que nunca en defensa propia para los trabajadores que han visto como el sueldo merma a la misma velocidad que sus derechos, para las mujeres a las que quieren seguir tutelando y haciendo competir en inferioridad, para los jóvenes a los que ni siquiera la formación garantiza poder tener una vida digna, para todos los ciudadanos que saben que el progreso, la justicia social, la libertad y la convivencia solo estarán garantizados desde el respeto y la tolerancia, con unas redes de seguridad fuertes y que cada vez deben ser más tupidas de un estado del bienestar cada día más sólido.

Llevo horas pensando que exactamente igual que como nosotros estamos ahora, estaban aquellos que en junio del 77 decidieron que del pasado no podía venir nada bueno y emprendieron, voto a voto, un nuevo camino de libertad, fraternidad e igualdad que nos ha traído hasta aquí. Ahora nos toca a nosotros darle un nuevo impulso para que su obra no se pare, y lo haremos igual, voto a voto, el único arma con el que intentar enterrar bajo montañas de papeletas los fantasmas de la peor España de tinieblas y rencores.

28A, la campaña de nuestras vidas

Yo era un niño cuando España recuperó las urnas y el color en 1977 tras cuarenta años negros, de horror e imposiciones, con la libertad secuestrada. Yo era un crío al que le llamaban la atención aquellos coches con altavoces, empapelados con los carteles de cada partido y que repartían mecheros, bolígrafos o pegatinas con siglas, que unas sonaban a nuevas, y otras recuperaban la visibilidad tras décadas de exilio y persecución.

Con diez años no era consciente de lo mucho que España se estaba jugando, pero, hasta un mocoso como yo, intuía que eran días especiales. El país se debatía entre el miedo del pasado y la esperanza del futuro. La ilusión y el temor se mezclaban en unas jornadas en que se estaba construyendo un nuevo país, que dejaba atrás la tiranía y abría la puerta a la democracia.

Democracia era la palabra de moda. Entre los sones del «Libertad sin ira», entre mítines multitudinarios con escenografías y palabras épicas, con políticos ideológicamente antagónicos pero que parecían hacer del respeto su única bandera, con la concordia imponiéndose al enfrentamiento, con adversarios pero sin rivales, este país decidía por primera vez su futuro desde el trauma del golpe de estado de 1936 y la Guerra Civil.

Los españoles decidieron empezar a caminar por una senda de moderación, respeto, negociación, consenso, diálogo, libertad y concordia. Es cierto que todavía había miedo, que los corsés del franquismo seguían apretando a una nueva sociedad que acababa de abrir los ojos al régimen de libertades y experimentaba con un sistema, que no era perfecto, pero suponía un antes y un después en la historia dramática de este país.

La ciudadanía española volvió a dar una lección. Una vez más, un pueblo al que nunca le han regalado nada, supo conquistar la esperanza y la libertad y empezó a dar los primeros paso de una recién nacida democracia.

La democracia se nos ha ido haciendo mayor, los corsés de tiempos pasados no han acabado de dejarla crecer como debían, los españoles y el mundo han evolucionado más rápidos que ella, el inmovilismo y la cobardía política han ido lastrándola para dar respuesta a los retos de un mundo que en 2019 se parece poco al de 1978. Los teléfonos móviles han sustituido a las cábinas, internet a las enciclopedias, la inmigración a la emigración, han caído muros y creado países, todo se ha globalizado y trasformado, desde el mercado laboral a las relaciones internacionales, y a nuestra democracia le ha ido costando cada vez más adaptarse a los nuevos tiempos. 42 años después de aquel 1977 volvemos a estar en la misma encrucijada. Volvemos a jugarnos el 28 de abril en la urnas, lo que nos jugamos aquel 15 de junio de hace más de cuatro décadas.

El auge de los populismos, del extremismo, del nacionalismo, del fantasma de un nuevo fascismo recorre Europa y las amenazas vuelven a ser peligrosas. Como en 1977, España decide en dos semanas que camino tomar. Si el de la estabilidad, la concordia, el diálogo y el consenso o el del enfrentamiento, el revanchismo, la intolerancia y la involución.

Si 1977 supuso la ruptura con el franquismo, un neofranquismo 2.0 resurge y amenaza con jugar el papel decisivo tras el 28 de abril que le arrebataron hace 42 años. Desaparecido el bipartidismo, con la sociedad más polarizada que nunca por las heridas de un crisis económica que ha hecho de la desigualdad su reino, y con el desafío independentista en Cataluña, el caldo de cultivo perfecto ha permitido emerger un fenómeno como Vox, que ahora amenaza todo lo conseguido durante cuarenta años.

Soluciones simples e imposibles a una situación extremadamente compleja, el uso de las mentiras y la desinformación a bordo de las nuevas redes sociales, la unidad sacrosanta de la patria frente a los nacionalismos periféricos, el miedo al diferente que reza a otro dios o nace en otras patrias, el enfrentamiento por razón de sexo o ideología, son los síntomas de un cáncer que amenaza con hacer metástasis en nuestra democracia.

Cuestiones que ya parecían superadas y aseguradas vuelven a estar en el aire. La igualdad entre hombres y mujeres, las redes públicas de seguridad como pensiones, sanidad o educación, los avances hacia un sistema equitativo de impuestos, la justicia social o la memoria.

El miedo ha enfermado nuestra sociedad. Miedo al que viene de fuera porque se quiere quedar con nuestro trabajo, miedo a las mujeres independientes que se quieren libres, iguales y seguras porque rompen los techos de cristal del patriarcado, miedo al que reza a otro dios o se acuesta o se casa con quien “no debe” porque lo prohíbe una moral retrógrada y primitiva. Miedo en definitiva a un futuro lleno de incertidumbres y dudas, que cambia y nos desafía a una velocidad desconocida en la historia de la humanidad.

Las banderas, que curiosamente no fueron problema en la transición, son ahora protagonistas de enfrentamiento a golpe de estelada y rojigualda. 1977 abrió la puerta de la democracia a los nacionalistas catalanes o vascos para que nadie se quedase fuera. En los años siguientes se construyó el proyecto modernizador y de descentralización clave para entender la España actual, la España de las autonomías que ha esculpido la mejor España de la historia.

Y es que eso es lo que nos jugamos el 28 de abril, la mejor España de la historia, amenazada por la irresponsabilidad de unos iluminados políticos catalanes que, cogiendo de rehenes a toda la sociedad de Cataluña, han antepuesto sus intereses personales al proyecto común de su pueblo. Justo todo lo contrario que hizo Josep Tarradellas cuando regresó a España apenas cuatro meses después de las primeras elecciones.

La mejor España de la historia amenazada también por los nostálgicos de los tiempos en blanco y negro que, dicen, han perdido los complejos cuando en realidad lo que han perdido es la vergüenza, porque vergonzoso era decir en el 77 cosas que sí se atreven a decir ahora. No creen en la diversidad y la pluralidad territorial que nos ha hecho convertirnos en uno de los mejores países del mundo y piden revertir todo aquello que nos ha hecho grandes de verdad. Proponen volver a la una, grande y libre. Justo todo los contrarío que hizo Adolfo Suárez hace 42 años, romper yugos y tirar las flechas.

Hasta volvemos a tener otro Adolfo Suárez, aunque esta vez no está en el centro, y en lugar del “puedo prometer y prometo”, compara el aborto con los neandertales que, dice, cortaban cabezas a los recién nacidos. Es el primer triunfo de la nueva ola ultra. La derecha de PP y Ciudadanos ha copiado discurso y agenda a la extrema derecha, porque como se demostró en Andalucía, su única posibilidad de llegar al poder es de su mano, lo que supone uno de los mayores riesgos que tiene nuestra democracia. De ahí cuestionar desde la violencia de género al estado del bienestar, pedir la inclusión como miembro de la familia a los concebidos no nacidos o pedir mano dura con los inmigrantes salvo que entreguen a sus hijos. La carrera está enloquecida para demostrar quien tiene menos complejos.

El otro gran riesgo es el independentismo catalán, qué ha protagonizado el mayor ataque a nuestra democracia desde el 23 de febrero de 1981. Aquella crisis de pandereta y tricornio de Tejero, la superamos a golpe de unidad y nos reforzó como nación. El referéndum del 1 de octubre y la DUI de días después nos ha roto, nos ha quebrado como país.

Y así, rotos, con independentistas y ultraderechistas realimentándose y pudiendo ser las fuerzas decisivas, España se cita con las urnas el 28 de abril. Con Unidas Podemos desangrándose en crisis internas que no conoció ni el viejo PCE, con el PSOE intentando recuperar la ilusión que ha dilapidado en gobiernos que defraudaron demasiadas veces, con PP y Ciudadanos al ritmo que marca la extrema derecha, en poco se parece el ambiente de ilusión y esperanza de aquel junio del 77 a la resignación y el miedo que rodea a este abril de 2019.

En una cosa si se parecen estas dos fechas, son elecciones decisivas, donde la participación es obligatoria y donde cada voto servirá para construir el futuro que queramos. Como en el 77, en el 2019 las urnas vuelven a ser el arma más poderosa para cerrar o abrir la puerta a los enemigos de las democracia, para construir una España que quiere seguir siendo cada día un país mejor, para, como hace 42 años, elegir un camino que solo permite ir hacia adelante. Votar vuelve a ser, varias generaciones después, un ejercicio de defensa propia. Como la de hace cuatro décadas para nuestros padres, esta es la campaña de nuestras vidas y que decidirá la de nuestros hijos.