Golpistas

Golpista, es el término que se ha convertido en el insulto de moda, desde hace hoy justo un año, en la política española. Hoy se cumplen 365 días desde que el Parlamento de Cataluña proclamó la Declaración Unilateral de Independencia, casi 9.000 horas de la aplicación del artículo 155 que suspendía el autogobierno, mas de 50.000 segundos del mayor disparate de la política española en casi 40 años.

Y un año después seguimos instalados en ese disparate. En Cataluña preside la Generalitat un friki, porque no encontraron a otro, y los responsables de la DUI están en la cárcel o huidos al extranjero. En Madrid, la corrupción provocó un cambio de gobierno, la izquierda sustituyó a la derecha en el poder, y los constitucionalistas que apelaban a la responsabilidad hace un año para aplicar juntos una medida inédita en democracia, ahora se cruzan insultos. Los que perdieron el gobierno y ahora son oposición, llaman golpistas a los que pidieron lealtad siendo oposición y hoy son gobierno.

Un año después entre los independentistas cunde la frustración. Torra y compañía han sido abucheados por los suyos, mientras el bloque se divide entre los caprichos de Puigdemont y las divergencias con ERC. Solo los presos, todavía en prisión preventiva y ya a espera de juicio, sirven de pegamento a un bloque separatista en descomposición. Solo una condena judicial severa podría recomponer un frente que un año después está más debilitado que nunca.

En Madrid las cosas no andan mucho mejor. La moción de censura se llevó por delante la unidad que era tan importante entre los constitucionalistas. El PP que demandaba responsabilidad, hoy llama golpista al presidente del gobierno por su nueva política de alianzas, mientras Ciudadanos, que se veía en Moncloa gracias al conflicto en Cataluña, trata de recuperar posiciones en un clima de enorme crispación. PP y Ciudadanos pelean por el discurso más duro con el fantasma de Vox en la nuca, mientras la debilidad parlamentaria lastra a un gobierno que depende de la responsabilidad de unos socios no siempre de fiar.

En este ambiente ha hecho furor el término golpista como descalificación política. En un país donde un golpe de estado provocó el mayor drama de su historia en el 36, y cuando todavía está fresco en la memoria el recuerdo del golpista Tejero entrando pistola en mano en Las Cortes, se está frivolizando con un término que habría que usar con tremendo cuidado. Igual sucede con el independentismo, agarrado a sus presos políticos como argumentario político, mientras se remueven en sus tumbas los cientos de miles de presos políticos de verdad que murieron en cárceles o en exilios reales durante la dictadura. En España ni hay presos políticos, ni se produjo un golpe de estado hace un año.

Nadie que estuviese en Cataluña en octubre pasado, puede afirmar sin avergonzarse, que allí se produjo una rebelión. Allí no vimos tanque alguno, ni una sola arma, solo toneladas de irresponsabilidad política, no hubo violencia, sino mentiras. Aunque algún dirigente político ha dicho en las últimas horas que “desgraciadamente” los golpes de estado ya no se dan con tanques, sino en los parlamentos, en los parlamentos democráticos se hace política, a veces buena y a veces mala, y la política nunca puede ser una rebelión cuando se practica con la palabra y no con pistolas. Yo no vi grupos violentos ni armados por las calles de Barcelona, sino muchos pakistaníes vendiendo botes de cerveza o banderas esteladas como souvenirs. No vi escaramuzas ni enfrentamientos, solo miles de personas en la Plaza San Jaume celebrando una farsa, una ilusión. No vi convoyes militares recorriendo avenidas, sino riadas de gente que se debatían entre la esperanza de un tiempo nuevo y la consumación de un fracaso. No vi nada parecido al golpe de Videla en Argentina, ni al de Pinochet en Chile, ni siquiera a la revolución de los claveles portuguesa, o las asonadas militares recientes en países como Tailandia. Ni siquiera es comparable a lo que se vivió en esas mismas calles en los años 30 por una deslealtad política similar.

Por ello calificar de golpe de estado lo sucedido hace un año en Cataluña es solo una irresponsable exageración, o una demencial estrategia política que solo busca el conflicto y no encontrar soluciones. Todavía seguimos sin entender que en Cataluña nadie va a vencer a nadie. Ni los dos millones de independentistas a los dos millones contrarios a la independencia, ni los que se consideran españoles a los que sólo se sienten catalanes. Por el camino del enfrentamiento pierden, perdemos todos, y hay quien todavía no se ha dado cuenta.

No son nuevas este tipo de exageraciones. Son habituales cuando el PP está en la oposición. Se produjeron a mediados de los 90 y tras el vuelco político del 11-M en 2004. Ahora no había un Francisco José Alcaraz al frente de las víctimas del terrorismo, y éstas se rebelaron ante el intento de Pablo Casado de utilizarlas en su estrategia de oposición al gobierno, y el nuevo líder de los populares ha encontrado en Cataluña su argumento para deslegitimar al ejecutivo, y a falta de muertos a cuya memoria traicionar como espetó Rajoy a Zapatero, pues ha tenido que responsabilizarle de lo que considera un golpe de estado por parte de aquellos cuyos votos necesita para mantener el poder. Votos que su partido aceptó para hacer presidenta del Congreso a Ana Pastor o para aprobar leyes como la reforma laboral. Además el PP en Cataluña, con solo 4 diputados, nada tiene que perder, con lo que como partido residual puede tirarse al monte.

Aquel 27 de octubre ¿se produjo una quiebra de la legalidad en Cataluña? es indudable, ¿se desobedecieron los mandatos del Tribunal Constitucional y a la propia Carta Magna? por supuesto que sí, y por ello tuvieron que huir Puigdemont y compañía, y Junqueras y parte del Govern están en prisión y van a ser juzgados por delitos como desobediencia, malversación o rebelión. No hay duda que la sociedad catalana se ha fracturado en este proceso y que hay problemas de convivencia, pero a pesar de esos episodios surrealistas como la guerra de los lazos amarillos, Cataluña no es el Ulster como algunos quieren vendernos, yo he visto más violencia en los alrededores de un campo de fútbol, más tensión en la puerta de una discoteca, que en las calles de Cataluña este año, donde lo habitual ha sido la normalidad, y lo excepcional los incidentes, completamente aislados. Sin embargo el debate está en torno a ese delito de rebelión, reservado hasta ahora a conspiraciones militares y violentas. Su recuperación no es más que la constatación del fracaso a la hora de afrontar la cuestión catalana durante un lustro, abandonada la política y dejando la responsabilidad a los jueces ante la falta de ideas de los gobiernos.

Pero si consideramos un golpe de estado, una rebelión, lo sucedido en Cataluña por desafiar el orden constitucional, habrá que considerar también un golpe de estado cuando no se respeta el artículo 47 de la Carta Magna y se venden a fondos buitres casas sociales cuando hay españoles que no tienen acceso a una vivienda digna y adecuada. Habrá que considerar golpistas a los que impiden que sea realidad el artículo 35 y los españoles tengan el derecho a trabajar y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades. Habrá que considerar golpistas a los que incumplen el artículo 50 que obliga a los poderes públicos a garantizar mediante pensiones adecuadas la suficiencia económica de la tercera edad. Habrá que considerar golpistas a quienes convierten en papel mojado el artículo 14 que dice que todos somos iguales ante la ley. Serán golpistas también los que gobiernan contra el artículo 40 que obliga a una distribución de la riqueza equitativa. Serán golpistas los que niegan tratamientos contra enfermedades como la hepatitis C y vulneran el artículo 41 que garantiza la asistencia y prestaciones suficientes en caso de necesidad. Serán golpistas los corruptos o los defraudadores que actúan contra el artículo 128 porque orientan la riqueza del país en beneficio propio en lugar del interés general. Serán golpistas todos los que conspiran para recentralizar el estado y desafiar el artículo 137 que organiza el país en Comunidades Autónomas con plena autonomía en la gestión de sus intereses. Serán golpistas los que bloquean la renovación de instituciones como el Tribunal Constitucional contraviniendo el artículo 159.

Hay demasiada gente en este país que cree que la Constitución empieza en el artículo uno y termina en el dos, y el resto sí puede ser papel mojado. Lo cierto es que mientras nuestros políticos se llaman golpistas se ha dejado de hablar de corrupción, de másteres y tesis, de privilegios, de hipotecas, de pobreza, de precariedad, de desigualdad. Y ahora todos conteniendo la respiración ante un juicio a los políticos independentistas que va a marcar el futuro de España. No son los políticos a los que votamos, sino los jueces, los que marcarán la política en los próximos meses constatando el mayor fracaso como país. Un juicio que los más radicales en Cataluña y Madrid están deseando que tenga condenas durísimas para poder volver al camino de la unilateralidad, del 155, del desafío, del enfrentamiento, del conflicto. Están deseando, no vaya a ser que se empiece a dialogar, esto se arregle y haya que empezar a trabajar por mejorar la vida de los ciudadanos.

21D, que reflexionen ellos

Cataluña se para a pensar este miércoles tras los meses más convulsos de su historia y ante las elecciones más trascendentales en cuarenta años. Tras plenos ilegales en el Parlament, una declaración unilateral de independencia, la aplicación del artículo 155 de la Constitución, el encarcelamiento de medio gobierno, y la huida del otro medio, cinco millones de catalanes tienen mañana la posibilidad de poner a cada uno en su sitio con la herramienta más poderosa que existe en democracia, el voto.

Y parece que lo van a hacer en masa con una participación récord, a pesar de que los catalanes van camino de batir el récord del mundo de citas ante las urnas. Nadie ha votado tantas veces en tan poco tiempo, y en ningún lugar los políticos electos han sido más irresponsables con los votos de sus ciudadanos. Mañana no será una fiesta la convocatoria electoral, es la constatación de un fracaso. Los catalanes llegan a esta jornada de reflexión hartos de Junqueras y Puigdemont, de procés y fractura social, de banderas y eslóganes. Pero volverán a dar un ejemplo de responsabilidad llenando las urnas, lo harán en defensa propia.

Poco hay que reflexionar en la calle. Probablemente no haya ni un solo catalán que a esta hora no tenga decidido si acudirá a las urnas y a que opción política apoyará. Son muchos años de politización de una sociedad que llega a estas elecciones más movilizada que nunca. Unos, los independentistas, para acabar con la aplicación del artículo 155. Otros, los constitucionalistas, porque ha llegado la hora de dejarse oír. Todos, porque ya están cansados de hablar de patrias e identidades y quieren un gobierno que se dedique a garantizarles una educación de calidad, una sanidad digna, trabajo decente y que les ofrezca oportunidades y no solo problemas como en los últimos años.

Es en los despachos, en las sedes de todos los partidos políticos donde hoy debería ser día de reflexión. ¿Que van a hacer el viernes con los votos que consigan mañana? No hay tesoro mayor que un voto, porque en él están depositadas las esperanzas y anhelos de una persona.

Los independentistas deben pensar si con esos millones de votos que tendrán mañana van a seguir alargando un proceso que no conduce a ningún lado. Los votos, igual que no limpian la corrupción por mucho que algunos lo intenten, tampoco sirven para justificar ilegalidades. Las fuerzas independentistas deben reflexionar sobre el recorrido que tiene la vía unilateral, que hasta el momento solo ha provocado frustración y fractura social.

En las últimas semanas se ha confirmado que la constitución de la República Catalana se basó en mentiras, en un referéndum sin garantías con el resultado decidido de antemano y sin que hubiese preparadas ni estructuras ni bases del nuevo estado. Hasta los más entusiastas impulsores de la independencia deben replantearse si el nuevo país que pretenden formar debe crearse desde la mentira, la improvisación, la deslealtad, la ilegalidad y la imposición. A ello es a lo que deben dedicar hoy la jornada de reflexión.

También los partidos constitucionalistas deberían aprovechar este día de reflexión para replantearse que hacer con los millones de votos que tendrán. Hasta el momento les hemos visto envalentonarse con la posibilidad de que los independentistas pierdan la mayoría absoluta, de acariciar el poder en Cataluña, de que la solución es España, de destacar el valor de la unidad, pero poca autocrítica de cómo hemos llegado a la situación de excepcionalidad que vive Cataluña.

Igual que los independentistas se han agarrado al discurso victimista para justificarlo todo, hay partidos constitucionalistas que consideran que todos los males que vivimos tienen su origen en el separatismo y en el nacionalismo, y lo dicen blandiendo sus propias banderas e imponiendo sus dogmas.

Este día de reflexión deberían utilizarlo algunos para reconsiderar si no dar importancia a un problema dejando que se enquiste es el mejor modo de solucionarlo. Si haber utilizado Cataluña para sacar más votos en otros territorios o tapar corrupciones ha sido una buena idea. Si renunciar a la política y al diálogo porque supone un esfuerzo o perjudica los intereses particulares no ha contribuido también al desastre.

Todos deberían reflexionar sobre si es buena idea seguir gobernado desde el Palau de la Generalitat o desde Moncloa enfrentando a una mitad de los catalanes contra la otra mitad. Si es bueno seguir adoctrinando o españolizando a los niños en las escuelas, si es correcto seguir haciendo política con la lenguas o fomentando el odio al que piensa diferente o convertir las leyes en armas de guerra.

La reflexión no parece haber sido la mejor virtud de los políticos en la crisis catalana y no parece que vaya a serlo en el futuro. Por ello sería bueno que aprovechasen esta jornada de reflexión para decidir si los vetos entre partidos son útiles, si no sería mejor sentarse a hablar con quien piensa diferente, pactar acuerdos y hasta desacuerdos, hacer política en los parlamentos y no en los tribunales, anteponer los intereses de la gente a los intereses de los partidos, seducir en lugar de imponer.

No se ha votado en Cataluña y ya se empieza a hablar de repetición de elecciones. No puedo imaginar nada más irreflexivo.

21D, insultos, mentiras y campaña electoral

La campaña electoral más excepcional de la democracia termina como empezó hace quince días. Aventurando un panorama incierto, sin despejar ninguna de las incógnitas que amenazan el futuro de Cataluña y de España, con la sociedad fracturada en dos bloques que parecen irreconciliables y con el fantasma de la ingobernabilidad más presente que nunca.

Han sido quince días de una campaña extraña, con epicentros en Bruselas con el expresident huido y en la prisión de Estremera donde se encuentra el candidato favorito. Con el amarillo como protagonista para reivindicar la excarcelación de los que la mitad de catalanes consideran presos políticos, con las pantallas de plasma y las videoconferencias como estrellas en los mítines, con exconsejeros que pasaron de la prisión a protagonizar actos electorales en unas pocas horas, exconsellers que han pasado de compartir gobierno a reprocharse cobardías en dos semanas. Una campaña fea, con demasiados insultos y salidas de tono en las redes sociales, con amenazas hasta a bordo de un tanque y demasiados intentos de reventar los actos del rival a golpe de bandera. Si la vida política catalana ha estado desprovista de ejemplaridad durante los últimos meses no podíamos esperar una campaña ejemplar.

ERC ha acusado la presencia de su cabeza de lista en prisión y ha visto desvanecerse la ventaja que tenía al inicio de la campaña. Aunque seguro que también ha influido la enmienda a la totalidad que se han hecho a su labor política de los últimos meses. Ezquerra comenzó la campaña acatando el artículo 155 y renunciando a la unilateralidad. Después, a golpe de sondeo, fue matizando que siempre serían fieles al mandato del 1 de octubre aunque a la vez reconocían que la independencia fue una mentira para la que no estaban preparados. Y ha acabado su secretaria general, Marta Rovira, acusando al PDeCat de estar todo el tiempo con el monotema del procés olvidando la gestión.

La campaña ha confirmado la fractura en el bloque independentista que se constató el 26 de octubre, cuando las amenazas y los gritos de traidor de miembros de ERC a Puigdemont provocaron que el president se arrugase y no convocase él las elecciones con el disparate consiguiente. Ahora el expresidente desde Bruselas, con Oriol Junqueras en la cárcel, ha querido capitalizar la resistencia ante el bloque del 155. Puigdemont se ha inventado una candidatura a su medida donde esconder una marca política arruinada en Cataluña como la de la vieja Convergencia. El antiguo inquilino del Palau de la Generalitat lo ha fiado todo a la apelación a reconquistar las instituciones con su reelección, gane o no gane las elecciones. Una huida hacia adelante carente de talla política y altura de miras, vamos, el fiel reflejo de su mandato, por lo que nada se puede esperar a estas alturas de Puigdemont.

La mayoría absoluta independentista está en el aire. La CUP, que son los únicos que han mantenido su discurso claro a favor de la República Catalana y la vía unilateral, podría perder el papel central que han desempeñado en los últimos meses, lo que sería la primera buena noticia en la política de Cataluña en el último lustro.

El drama sigue siendo el mismo que al principio de la campaña, se quiere gobernar Cataluña contando solo con una mitad, los que permitan conquistar el escaño 68 y despreciando a los 67 restantes. ¿Qué han ofrecido los independentistas a los no independentistas en esta campaña? Nada. ¿Pero qué han ofrecido los no independentistas a los independentistas? Lo mismo, nada de nada. Así se perpetúa una situación endiablada.

Ciudadanos se presenta como el gran ariete frente al separatismo, reclama el voto útil, el voto valiente, el voto seguro. Inés Arrimadas presenta su mejor perfil presidenciable, pero sabe que su única posibilidad de llegar a la Generalitat es que la suma de su partido con PP y PSC llegue a los 68 diputados, hoy por hoy una quimera.

Además el ascenso de Ciudadanos se producirá gracias al desplome del PP. Los populares han convertido en el eje central de su campaña un fracaso, la aplicación del artículo 155. Su puesta en marcha no ha normalizado nada, se ha restablecido la legalidad a costa de paralizar Cataluña a la espera de la cita con las urnas y así los han percibido los catalanes, que ya no esperan nada del PP. Mariano Rajoy se ha tenido que volcar en campaña para salvar a un mal candidato como Xavier García Albiol, el menos indicado para los tiempos que vivimos, aunque el presidente ya levanta cortafuegos por si hay debacle que no le salpique. Pero un presidente con un partido residual en Cataluña, sin soluciones para reconducir la situación y percibido como corresponsable del problema ¿puede seguir en La Moncloa?

Ninguna solución para Cataluña se puede encontrar el día 21 si se mantiene la política de bloques, independentistas frente a constitucionalistas. La solución debe llegar recuperando el eje tradicional de izquierda y derecha. En eso es en lo que se han aplicado tanto el PSC como En Comú Podem, situándose ya en un escenario de acuerdos postelectorales. El principal problema, el de siempre, el cainismo reinante en la izquierda de este país, las desconfianzas y la capacidad infinita de autodestrucción.

Si finalmente no hay mayorías absolutas, la única aritmética que podría evitar no tener que repetir las elecciones sería un acuerdo de gobierno progresista entre ERC, PSC y los comunes. Sería la única salida a un parlamento que puede tener una composición diabólica. Sin embargo Ezquerra ya avisa que no hará presidente a alguien que apoyó el 155, los socialistas no votarán a favor de la investidura de un independentista, los comunes y Podemos, con sensibilidades muy diferentes, recelan del carácter progresista del PSC y del abandono de la unilateralidad de ERC. Así las cosas el acuerdo parece imposible. Un acuerdo que probablemente desencallaría también la posibilidad de un gobierno alternativo a nivel nacional, convirtiendo en aceptables los votos nacionalistas en el Congreso si renuncian a la DUI.

El día 21 no termina nada, comienza otro periodo de negociaciones y pactos, de propuestas y contrapropuestas, de vetos y reproches que no tengo claro que la paciencia, ya muy limitada de la ciudadanía, pueda aguantar. El jueves nos jugamos todos mucho, y parece que ninguno de los lideres que se presentan a las elecciones lo tiene muy claro. Cuando más necesitamos certezas y verdad, parece que lo único que ha aportado la campaña que hoy concluye han sido mentiras e incertidumbre.

21D: un mártir, un prófugo y el desconcierto

Hoy ha comenzado la séptima campaña electoral en Cataluña en seis años y no hay duda, esta es la más triste, atípica y excepcional de toda la historia de la democracia. En esta ocasión no hay fiesta, para los catalanes esta cita ante las urnas es cuestión de supervivencia.

Con un candidato en el extranjero, en Bruselas, el expresidente y cabeza de lista de la nueva plataforma Juntos por Cataluña Carles Puigdemont, con el principal favorito en prisión, el líder de ERC Oriol Junqueras, con el autogobierno suspendido por la aplicación del artículo 155 y con las elecciones autonómicas convocadas por el presidente del gobierno, la situación no puede ser de mayor excepcionalidad.

Comienzan 15 días cruciales para comprobar si Cataluña sigue instalada en el disparate o recupera la cordura. Pero, ¿donde está esa cordura perdida? ¿Qué ofrecen los partidos independentistas a la mitad de catalanes que no quieren la independencia? Nada. ¿Qué ofrecen los partidos constitucionalistas a la mitad de la población que es independentista? Nada. Este es el drama de Cataluña.

La campaña arranca con la mayor movilización política desde la transición y con la más profunda fractura social entre catalanes en los últimos 80 años. Para unos las elecciones son la segunda vuelta del uno de octubre, para otros es el momento de acabar con el procés, para todos es un duelo entre bloques, independentistas frente a constitucionalistas.

Los independentistas llegan a la cita del 21 de diciembre tras hacerse una enmienda a la totalidad a su política de los últimos meses. Ahora dicen que Cataluña no estaba preparada para la independencia, que la vía unilateral fue un error, que ni había mayoría social ni estructuras para proclamar la república. Resulta que tras incumplir todas las leyes posibles en los plenos de septiembre, de un referéndum ilegal que dividió a los catalanes, tras una DUI que rompió la estabilidad política y económica de Cataluña, todo era mentira. Y las caras de esa mentira vuelven a ser las caras del nacionalismo para buscar una nueva oportunidad. Puigdemont desde Bruselas y Junqueras desde la cárcel. Un prófugo, que se quiere investir del prestigio del exilio que no merece, y un mártir, que se presenta como víctima de la represión del estado español, tratarán de superar, esta vez en listas separadas, el desconcierto y la frustración instalada en un independentismo que podría perder la mayoría absoluta. Sería el justo castigo a tanta mentira, tanta irresponsabilidad y tantos errores. La CUP podría perder su influencia, lo que restaría radicalidad a un nacionalismo que ahora sí, acata el 155 y asume la bilateralidad y el respeto a la ley para buscar el encaje de Cataluña en España en los próximos años. Veremos a ver cuánto dura y si con los mismos actores es posible.

El constitucionalismo llega a estas elecciones pensando que por primera vez podrían sacar del gobierno a las fuerzas soberanistas. Inés Arrimadas se ve presidenta, pero sus opciones pasan por una mayoría absoluta de Ciudadanos junto a PP y PSC, algo muy improbable. Si como parece la llave de la gobernabilidad la tendrán En Comú Podem, esa llave nunca abrirá la puerta de la Generalitat para Arrimadas, como los votos o la abstención de Ciudadanos nunca harán presidente a nadie de Podemos. Las cosas de la nueva política. Así las cosas, el socialista Miquel Iceta podría ser el único capaz de articular una opción trasversal que permita al PSC volver a jugar el papel clave para el equilibrio y la estabilidad en Cataluña. La duda es si ya no será demasiado tarde. El PP puede convertirse en la última fuerza política de la comunidad. Sacan pecho en campaña de un fracaso, la aplicación del 155. Tras ser incapaces de frenar dos consultas ilegales, el 9N y el 1O, ni por vías políticas ni a golpes, se vieron obligados a poner en marcha un mecanismo inédito tras perder el control de la situación con la declaración de independencia. ¿Qué habrían dicho si la DUI se la declaran a Zapatero? El PP nunca ha tenido nada que aportar para disminuir la tensión en Cataluña, la tensión le da votos en otros territorios, y ese cálculo electoralista les conducirá a ser una fuerza residual tras estas elecciones.

Si los independentistas se agarran a la bilateralidad más a la fuerza que por convicción, partidos como Ciudadanos o PP se suman a la reforma de la constitución más por estética que por voluntad de transformación. Así la campaña que ha arrancado hoy nace bajo el fantasma de la ingobernabilidad. El papel clave lo pueden tener los comunes y Podemos que todavía tienen que aclarar si son carne o son pescado. Ante esta indefinición siempre hay que recordar aquello de que cualquier mala situación es susceptible de empeorar. Atentos pues al 22 de diciembre y no por donde toca el gordo.

La aritmética puede hace imposible un acuerdo en la dialéctica independentismo constitucionalismo. Los números pueden ser los principales aliados para que la solución sea volver al eje progresistas conservadores a la hora de elegir un gobierno que se ponga a
trabajar por Cataluña y no por ellos mismos como los de la última década, que vuelvan a poner en primer plano las políticas y no las identidades, que llene la comunidad de servicios públicos de calidad y no de banderas. Aunque para eso hará falta una responsabilidad, generosidad y altura de miras ausente de la política catalana desde hace años.

Ya estamos en campaña, como cada día del último lustro, en dos semanas sabremos si Cataluña se sume en la ingobernabilidad en el fondo del abismo o empieza a pasar página del fracaso histórico que supusieron la DUI y el 155, si se deja de vivir enfrentados, mitad contra mitad, para trabajar juntos por un futuro común y prospero.

14 de abril

Hace hoy 84 años que el 14 de abril dejó de ser simplemente una fecha para convertirse en una esperanza masacrada, en la más ilusionante aventura política emprendida por los españoles que desembocó en una gran tragedia. El 14 de abril es el símbolo de la España que pudo haber sido y no fue, el testimonio de la libertad robada.

Tres fechas, tan solo tres fechas, merecen ser celebradas de verdad en la historia de España. El 19 de marzo de 1812, el 14 de abril de 1931 y el 15 de junio de 1977. El 19 de marzo de 1812 se reconoce por primera vez que la soberanía nacional reside en el pueblo y no en una monarquía que se había entregado en manos de Napoleón. . El 15 de junio de 1977 España recupera en la urnas la libertad que le habían robado con un golpe de estado, dando origen a 40 años de oscuridad. De las tres fechas, fue el 14 de abril de 1931 la que supuso la mayor inyección de ilusión de toda nuestra historia, con un experimento republicano que convirtió a España en vanguardia, en cuanto a derechos y libertades, del mundo libre.

En 1812 «La Pepa» fue la obra de unas élites ilustradas. En 1977 se trataba de vencer al miedo que todavía reinaba en el país para incorporarnos a las democracias occidentales donde éramos una anacrónica excepción. Pero en 1931 el país fue una fiesta, el cambió se produjo de la noche a la mañana. España se levantó monárquica y se acostó republicana. En pocos meses se pasó de unas instituciones decimonónicas, a tener una constitución y unas leyes, con unas cotas de libertad y justicia social, que 84 años después, 38 de ellos vividos en democracia, no hemos sido capaces de alcanzar.

Aquel 14 de abril de 1931 España decidió apretar el acelerador de su historia como nunca antes lo había hecho, y como nunca lo ha vuelto a hacer, para adelantar a países que llevaban viviendo en un régimen de libertades desde hacía siglos, como Reino Unido, Francia o EEUU.

La Constitución de 1931 sigue siendo la Carta Magna más avanzada que ha visto la luz en el constitucionalismo español. España se organizaba como «una República de trabajadores de toda clase, organizados en un régimen de libertad y justicia». La II República se organizó en torno a tres principios fundamentales, justicia, igualdad y laicidad. Esto le valió, desde el primer día, la enemistad de los sectores más poderosos de la sociedad española que habían fraguado su fortuna en la injusticia y la desigualdad, apoyados por un ejército antiguo e ineficaz, lleno de salvapatrias ignorantes y psicópatas, y una Iglesia, que se resistió a perder sus privilegios, y que siempre ha sido un lastre para el desarrollo del país. Si a esto se une una izquierda con falta de compromiso, endogámica y cainita, tenemos servido el campo de minas en que se tuvo que desarrollar una República más avanzada que el propio país.

La II República selló el mayor compromiso en ese momento en el mundo con la igualdad, concediendo por primera vez el derecho al voto a las mujeres. Estableció por ley un salario mínimo que se tenía que pagar a jornaleros y trabajadores para acabar con los abusos en una España rural y miserable. Conceptos como convenios colectivos en las relaciones laborales, las vacaciones pagadas, o garantizar el derecho de huelga se fijaron por ley. Se aprobó la única reforma agraria que se ha hecho en este país, para acabar con el latifundismo, que condenaba al subdesarrollo y a morir de hambre a decenas de miles de personas en Andalucía o Extremadura. Los matrimonios civiles o el divorcio se incorporaron a la legislación.

84 años después España sigue añorando la apuesta por la educación que se hizo durante la II República con la construcción de 10.000 colegios en los 12 primeros meses. Experiencias educativas como las misiones pedagógicas o la Institución Libre de Enseñanza habrían convertido la educación española en la envidia de Europa. Donde pudimos estar, y donde estamos.

La laicidad fue otro de los grandes principios del gobierno republicano. Por primera vez se estableció en la leyes la aconfesionalidad del país, se realizó una verdadera separación entre Iglesia y Estado, y se dejó la religión fuera de la vida política. Cuanto hemos retrocedido en este aspecto en estos 84 años.

84 años en que cada 14 de abril no debemos celebrar nada, sino lamentar. Lamentar lo que habría sido de este país si la aventura republicana no se hubiese truncado por un golpe de estado fascista. Ahora que está tan de moda hablar de reformas, cuanto más próspero, avanzado, culto, laico, desarrollado, libre, justo e igualitario habría sido este país si el plan de reformas de la II República hubiese podido aplicarse como se diseñó, sin los radicalismos que la desangraron. Unas reformas, quizás, demasiado avanzadas para la España de la época, tremendamente injusta y desigual, miserable y violenta, donde el hambre y la miseria por una lado, y el egoísmo, los privilegios y la intolerancia por otro, hicieron estallar las costuras de la propia República al querer estirarla en exceso hacia un extremo y otro.

De sabios, dicen, es aprender de los errores. Por tanto, aprendamos. Nunca más consintamos la aparición de un nuevo Fernando VII o un Franco, que ningún salvapatrias impida a los españoles decidir su propio destino. No tengo claro si es mejor una república o una monarquía, pero sí que quiero para mi país un sistema de gobierno que haga de la libertad, la educación, la justicia y la igualdad su bandera, como sucedió el 14 de abril de 1931.