28A, la campaña de nuestras vidas

Yo era un niño cuando España recuperó las urnas y el color en 1977 tras cuarenta años negros, de horror e imposiciones, con la libertad secuestrada. Yo era un crío al que le llamaban la atención aquellos coches con altavoces, empapelados con los carteles de cada partido y que repartían mecheros, bolígrafos o pegatinas con siglas, que unas sonaban a nuevas, y otras recuperaban la visibilidad tras décadas de exilio y persecución.

Con diez años no era consciente de lo mucho que España se estaba jugando, pero, hasta un mocoso como yo, intuía que eran días especiales. El país se debatía entre el miedo del pasado y la esperanza del futuro. La ilusión y el temor se mezclaban en unas jornadas en que se estaba construyendo un nuevo país, que dejaba atrás la tiranía y abría la puerta a la democracia.

Democracia era la palabra de moda. Entre los sones del «Libertad sin ira», entre mítines multitudinarios con escenografías y palabras épicas, con políticos ideológicamente antagónicos pero que parecían hacer del respeto su única bandera, con la concordia imponiéndose al enfrentamiento, con adversarios pero sin rivales, este país decidía por primera vez su futuro desde el trauma del golpe de estado de 1936 y la Guerra Civil.

Los españoles decidieron empezar a caminar por una senda de moderación, respeto, negociación, consenso, diálogo, libertad y concordia. Es cierto que todavía había miedo, que los corsés del franquismo seguían apretando a una nueva sociedad que acababa de abrir los ojos al régimen de libertades y experimentaba con un sistema, que no era perfecto, pero suponía un antes y un después en la historia dramática de este país.

La ciudadanía española volvió a dar una lección. Una vez más, un pueblo al que nunca le han regalado nada, supo conquistar la esperanza y la libertad y empezó a dar los primeros paso de una recién nacida democracia.

La democracia se nos ha ido haciendo mayor, los corsés de tiempos pasados no han acabado de dejarla crecer como debían, los españoles y el mundo han evolucionado más rápidos que ella, el inmovilismo y la cobardía política han ido lastrándola para dar respuesta a los retos de un mundo que en 2019 se parece poco al de 1978. Los teléfonos móviles han sustituido a las cábinas, internet a las enciclopedias, la inmigración a la emigración, han caído muros y creado países, todo se ha globalizado y trasformado, desde el mercado laboral a las relaciones internacionales, y a nuestra democracia le ha ido costando cada vez más adaptarse a los nuevos tiempos. 42 años después de aquel 1977 volvemos a estar en la misma encrucijada. Volvemos a jugarnos el 28 de abril en la urnas, lo que nos jugamos aquel 15 de junio de hace más de cuatro décadas.

El auge de los populismos, del extremismo, del nacionalismo, del fantasma de un nuevo fascismo recorre Europa y las amenazas vuelven a ser peligrosas. Como en 1977, España decide en dos semanas que camino tomar. Si el de la estabilidad, la concordia, el diálogo y el consenso o el del enfrentamiento, el revanchismo, la intolerancia y la involución.

Si 1977 supuso la ruptura con el franquismo, un neofranquismo 2.0 resurge y amenaza con jugar el papel decisivo tras el 28 de abril que le arrebataron hace 42 años. Desaparecido el bipartidismo, con la sociedad más polarizada que nunca por las heridas de un crisis económica que ha hecho de la desigualdad su reino, y con el desafío independentista en Cataluña, el caldo de cultivo perfecto ha permitido emerger un fenómeno como Vox, que ahora amenaza todo lo conseguido durante cuarenta años.

Soluciones simples e imposibles a una situación extremadamente compleja, el uso de las mentiras y la desinformación a bordo de las nuevas redes sociales, la unidad sacrosanta de la patria frente a los nacionalismos periféricos, el miedo al diferente que reza a otro dios o nace en otras patrias, el enfrentamiento por razón de sexo o ideología, son los síntomas de un cáncer que amenaza con hacer metástasis en nuestra democracia.

Cuestiones que ya parecían superadas y aseguradas vuelven a estar en el aire. La igualdad entre hombres y mujeres, las redes públicas de seguridad como pensiones, sanidad o educación, los avances hacia un sistema equitativo de impuestos, la justicia social o la memoria.

El miedo ha enfermado nuestra sociedad. Miedo al que viene de fuera porque se quiere quedar con nuestro trabajo, miedo a las mujeres independientes que se quieren libres, iguales y seguras porque rompen los techos de cristal del patriarcado, miedo al que reza a otro dios o se acuesta o se casa con quien “no debe” porque lo prohíbe una moral retrógrada y primitiva. Miedo en definitiva a un futuro lleno de incertidumbres y dudas, que cambia y nos desafía a una velocidad desconocida en la historia de la humanidad.

Las banderas, que curiosamente no fueron problema en la transición, son ahora protagonistas de enfrentamiento a golpe de estelada y rojigualda. 1977 abrió la puerta de la democracia a los nacionalistas catalanes o vascos para que nadie se quedase fuera. En los años siguientes se construyó el proyecto modernizador y de descentralización clave para entender la España actual, la España de las autonomías que ha esculpido la mejor España de la historia.

Y es que eso es lo que nos jugamos el 28 de abril, la mejor España de la historia, amenazada por la irresponsabilidad de unos iluminados políticos catalanes que, cogiendo de rehenes a toda la sociedad de Cataluña, han antepuesto sus intereses personales al proyecto común de su pueblo. Justo todo lo contrario que hizo Josep Tarradellas cuando regresó a España apenas cuatro meses después de las primeras elecciones.

La mejor España de la historia amenazada también por los nostálgicos de los tiempos en blanco y negro que, dicen, han perdido los complejos cuando en realidad lo que han perdido es la vergüenza, porque vergonzoso era decir en el 77 cosas que sí se atreven a decir ahora. No creen en la diversidad y la pluralidad territorial que nos ha hecho convertirnos en uno de los mejores países del mundo y piden revertir todo aquello que nos ha hecho grandes de verdad. Proponen volver a la una, grande y libre. Justo todo los contrarío que hizo Adolfo Suárez hace 42 años, romper yugos y tirar las flechas.

Hasta volvemos a tener otro Adolfo Suárez, aunque esta vez no está en el centro, y en lugar del “puedo prometer y prometo”, compara el aborto con los neandertales que, dice, cortaban cabezas a los recién nacidos. Es el primer triunfo de la nueva ola ultra. La derecha de PP y Ciudadanos ha copiado discurso y agenda a la extrema derecha, porque como se demostró en Andalucía, su única posibilidad de llegar al poder es de su mano, lo que supone uno de los mayores riesgos que tiene nuestra democracia. De ahí cuestionar desde la violencia de género al estado del bienestar, pedir la inclusión como miembro de la familia a los concebidos no nacidos o pedir mano dura con los inmigrantes salvo que entreguen a sus hijos. La carrera está enloquecida para demostrar quien tiene menos complejos.

El otro gran riesgo es el independentismo catalán, qué ha protagonizado el mayor ataque a nuestra democracia desde el 23 de febrero de 1981. Aquella crisis de pandereta y tricornio de Tejero, la superamos a golpe de unidad y nos reforzó como nación. El referéndum del 1 de octubre y la DUI de días después nos ha roto, nos ha quebrado como país.

Y así, rotos, con independentistas y ultraderechistas realimentándose y pudiendo ser las fuerzas decisivas, España se cita con las urnas el 28 de abril. Con Unidas Podemos desangrándose en crisis internas que no conoció ni el viejo PCE, con el PSOE intentando recuperar la ilusión que ha dilapidado en gobiernos que defraudaron demasiadas veces, con PP y Ciudadanos al ritmo que marca la extrema derecha, en poco se parece el ambiente de ilusión y esperanza de aquel junio del 77 a la resignación y el miedo que rodea a este abril de 2019.

En una cosa si se parecen estas dos fechas, son elecciones decisivas, donde la participación es obligatoria y donde cada voto servirá para construir el futuro que queramos. Como en el 77, en el 2019 las urnas vuelven a ser el arma más poderosa para cerrar o abrir la puerta a los enemigos de las democracia, para construir una España que quiere seguir siendo cada día un país mejor, para, como hace 42 años, elegir un camino que solo permite ir hacia adelante. Votar vuelve a ser, varias generaciones después, un ejercicio de defensa propia. Como la de hace cuatro décadas para nuestros padres, esta es la campaña de nuestras vidas y que decidirá la de nuestros hijos.